Claudia Expósito
¡Atiéndanla, que las que ponemos las muertas somos nosotras!
En la adolescencia me habían diagnosticado una enfermedad en el endometrio, y una de sus secuelas era la incapacidad de quedar encinta. Aquel resultado fue un error o el amor fue milagroso, pero lo cierto es que en 1998, con alegría de toda mi familia y amigues esperamos a una niña. Éramos una pareja joven y nada sabíamos de bebés ni embarazos; estudiamos, preguntamos, pusimos atención. En el policlínico nos aconsejaron sesiones de psicoprofilaxis, a las que acudimos durante cuatro meses, y donde el único papá involucrado era el de mi bebé. Esas terapias nos dieron un aval para que él pudiera acompañarme en el parto y así, los dos juntos, recibir a nuestra hija.
Cuando tenía 42 semanas de embarazo, en el concierto del Trío Enserie en el Café Cantante, me sentí un poco cansada. Los dolores comenzaron luego en el concierto, en el Memorial José Martí, del que tuvimos que irnos. Estábamos tranquilos; sabíamos que había empezado el proceso pero aún las contracciones eran aisladas. Horas después fuimos al hospital, ya tenía cinco centímetros de dilatación, todo marchaba bien. Cuando me pasaron a la zona de preparto, impidieron que el padre entrase conmigo.
“¿Qué pasa? ¡Él tiene el papel, la autorización!”. protesté. Hablamos con todo el que se nos cruzó, pero era viernes en la noche, no había ningún directivo en el hospital. Mi mamá entró conmigo; yo solo podía ver a Boris por una ventanita. Una enfermera añosa, comadrona, al revisarme, me aseguró que en la madrugada habría parido. Se despidió dulcemente hasta el lunes.
Sin embargo, el parto fue mucho más largo. Cuando me rompieron la fuente, había meconio, y retiraron rápidamente el recipiente donde el líquido amniótico se dejaba ver espeso y marrón para que yo no lo viera. Cuando salí de la enfermería se lo dije a mi mamá, pero ella ya lo sabía. Aunque se habían dicho entre ellos en inglés (para que no entendiéramos) que era una situación grave, mi madre, doctora en Ciencias Filológicas, les dijo que no nos tomaran por imbéciles, que teníamos derecho a saber, y que las dos entendíamos aquel idioma e incluso otros. Se burlaron de ella.
Antes del nacimiento, habían pasado dos días sin que me revisaran. Con maltrato, me decían que tenía que caminar, que me estaba portando mal en mi lucha para que mi pareja entrara. El proceso de parto se me detuvo en la madrugada del segundo día en Preparto, sin tomar agua ni comer nada (eran tiempos en que estaba contraindicado). Mi madre, guerrera, les tocó la puerta a los médicos, y donde antes jugaban cartas, ahora dormían. Les exigió que me atendieran. Recuerdo sus gritos en el pasillo: “¡Animales, atiéndanla, que las que ponemos las muertas somos nosotras!”
Llegó la mañana del lunes y con él la comadrona. Cuando me vio allí, no lo podía creer. Me empezó a atender, me puso un cartucho en el piso y me dijo “¡agáchate y puja!” Así lo hice por un tiempo, hasta llegar a los diez centímetros. En la sala de parto, se arrodilló una doctora sobre mi barriga, otra me hizo un enorme tajo. Las enfermeras y doctoras conversaban; buscaban entre risas y charlas cotidianas una jabita para llevarse mi placenta y venderla. A las 9:45 a.m. di a luz a mi niña Cecilia. Al preguntar cómo estaba, mientras me cosían, me respondieron con desdén que si no escuchaba cómo chillaba, mi pequeñita. Mi mamá ya tranquila y contenta, me dijo: “¡pariste como querías, como las indias!”
Su papá la vio una hora al día de los tres que estuvimos allí. No le permitieron quedarse con nosotras. Alegaban que las mujeres enseñaban los senos y eso traía problemas. Tuve otro hijo cinco años después y descubrí que nada había cambiado en el maltrato psicológico hacia las parturientas.