Rainys María Rodríguez
Mi parto no fue lo que esperábamos
Después de ocho años esperando salir embarazada, mes tras mes, mi pareja y yo logramos este embarazo. Tuve un embarazo espectacular, sin ningún tipo de dificultad, pero a las 36 semanas desarrollé una hipertensión gestacional. Al cabo de las 37 semanas y cinco días, el clínico que me atendía en mi área de salud decidió remitirme al hospital porque tenía la presión alta desde el día anterior por la noche, y era muy peligroso porque estaba casi a término.
Llegamos al hospital a las 5 p.m., pero el ingreso no se concretó hasta las 11 p.m. Fueron largas horas de espera en el hospital materno Hijas de Galicia de Diez de Octubre. La estancia, de unos nueve días, fue un poco complicada por el deterioro constructivo de la instalación y demás, pero lo asumí con entereza, pues no estaba dispuesta a poner en riesgo la salud de mi bebé (tan esperado) ni la mía.
Al quinto día, en el horario de la mañana, empecé a sentirme un poco mal, y avisamos a la enfermera. Ella me tomó la presión y notó que estaba ligeramente alta, así que llamó a la doctora de guardia, que me puso el monitor y me dijo que no me preocupara, que era algo normal al yo ser hipertensa crónica. Yo la corregí y le dije que no, que yo había desarrollado una hipertensión gestacional en las últimas semanas, y que incluso durante mis cinco días de ingreso me había mantenido compensada en el hospital. Ella me dijo: “bueno, pues cuando yo termine de pasar visita en todas las salas, vuelvo a verte”. Esa persona nunca volvió y así estuve toda la mañana, hasta aproximadamente la 1 p.m., cuando me empezó a bajar la presión.
La tranquilidad duró poco. Hacia las 4 o 5 p.m. me empezó a subir de nuevo, a niveles preocupantes, y la enfermera volvió a llamar a la doctora de guardia, que era otra, pues ya habían hecho cambio de turno. Bajó la nueva doctora, me revisó, dijo que no había problema, que como yo era “hipertensa crónica” (una vez más me adjudicaron un padecimiento que no era el mío) que no me preocupara, que el feto tenía buenos latidos, buena vitalidad, que no había problema, y se fue.
Sobre las 8 p.m., decidí ir a otra sala donde había un enfermero que yo conocía, a ver si él podía hacerme el favor de tomarme la presión. Cuando vio la presión que tenía, me dijo: “yo te voy a acompañar a tu sala”, y habló con la enfermera de mi sala. Ella, muy atenta, volvió a tomarme la presión, y alarmados volvieron a llamar a la sala de parto. Entonces bajaron una estudiante y una residente, las dos muy buenas, muy bien preparadas, me hicieron un examen clínico completo, y me dijeron que no me preocupara pero que fuera recogiendo las cositas porque probablemente me tendrían que subir a Parto para tenerme mejor controlada.
En efecto, me subieron a Parto a las 9 p.m. y me ingresaron en un cubículo aislado del resto. El cubículo no tenía ventilador ni aire acondicionado. Yo subí solita y sin mis pertenencias personales; no me dejaron coger ni el celular. Supuestamente me habían subido para compensarme la presión y continuar con el embarazo hasta que se presentara el parto natural. Esa fue la explicación que me dieron cuando iba a subir. Justo antes de subir me comenzaron a administrar un medicamento que se llama sulfato de magnesio.
Aproximadamente a las 11 p.m. me explicaron que habían decidido inducirme el parto con unas pastillas por el riesgo que implicaba la presión tan elevada que tenía.
Desde mi llegada a la salita hermética, a las 9, y hasta la medianoche, estuve padeciendo por el calor horrible en aquel lugar. Entonces le pedí a un camillero que, por favor, fuera a mi sala y pidiera el ventilador que tenía allá y me lo trajera, y que me trajera también un vaso, para al menos tomar agua de la pila. Una de las auxiliares de enfermería me explicó que este medicamento que me estaban poniendo tenía esta característica, de acalorarte todas las mucosas, y es una sensación muy mala. La boca, la nariz, las orejas, los ojos por dentro, las palmas de las manos y los pies, los genitales; todo ardiendo. A las 2 a.m., el enfermero vino con la respuesta de que ya la enfermera de mi sala se había acostado a dormir y le daba pena despertarla para pedirle el ventilador.
Todo ese tiempo tomé agua porque me hicieron el favor de prestarme un vaso desechable y, en el lavabo donde se lavaban las manos los médicos antes de entrar al salón, allí la enfermera me llenaba el vasito a cada rato. Yo tenía una sonda puesta, pero te imaginarás, tomando tanta agua, en pleno junio, con aquel calor, la sonda se llenaba muy rápido y se comenzaba a botar la bolsa.
Fue horrorosa toda la madrugada, me pusieron el suero tan corto que no podía siquiera virarme bocarriba. Tuve que pasar la noche tumbada sobre el mismo costado.
A medianoche comenzaron a ponerme pastillas de misoprostol y a hacerme dilatación manual, y así estuvimos hasta que amaneció. A las 8 a.m. vino una enfermera con mi ventilador, y otra embarazada que pusieron conmigo en ese cuartico me trajo mis cosas personales para que pudiera al menos darme un baño y lavarme la boca.
La enfermera me ayudó a pararme de la cama para ir al baño, pero allí me dejó sola. Con una mano, la misma donde tenía la vena canalizada para el suero, tuve que sostener mi sonda, y con la otra bañarme y secarme sola, a duras penas. El vendaje de la vena se me mojó, y cuando salí del baño le pedí a la enfermera que me lo cambiara. Ella, un poco disgustada, lo hizo, pero en el proceso afectó accidentalmente la canalización de la vena, cosa que me trajo problemas luego.
No desayuné porque no se sabía si iba a ser cesárea o no, así que se suponía que solo tomaría líquido. A las 9 a.m. anunciaron que la directora iba a pasar por la sala y entonces se formó un corre-corre. Me trajeron una sábana para taparme mis partes porque me había pasado la madrugada y parte de la mañana con un monitor puesto, la bata de casa subida a la altura de los senos y totalmente exhibida frente a una puerta abierta por donde pasaban constantemente estudiantes, residentes, el turno de guardia entrante, el saliente, médicos, enfermeras, camilleros, personal de limpieza, etc. Al anunciar que venía la directora, fue entonces que corrieron a taparme.
Le explicaron a la directora del hospital, cuando pasó por mi cama, que yo era una de las tres preeclampsias del día anterior, que me habían empezado a dilatar desde el día anterior a las 11 o 12 de la noche y que todavía no lograban que dilatara nada, que si ella creía que me podían poner oxitocina. La directora me dijo que no me preocupara, que ella me iba a ayudar, que me iban a poner la oxitocina para ayudarme en el proceso del parto.
Mientras tanto, nadie en mi familia fue notificado de nada. Yo llevaba cinco días ingresada sin acompañante por el seguimiento del tema de la presión, y se habían tomado todas estas decisiones en la noche y madrugada sin que nadie de mi familia lo supiese. En más de una ocasión pedí que tomaran los teléfonos de contacto dados en mi historia clínica al ingresar y que avisaran a mi mamá, pero eso nunca sucedió.
A media mañana comenzaron a ponerme la oxitocina. Yo sentí que tuve un parto muy raro, nunca sentí contracciones dolorosas, solo mucho calor, mucha hambre y mucha incertidumbre al no saber qué iba pasar conmigo y con mi bebé.
Entonces empezaron las maniobras. No pregunté el nombre del médico, pero su cara nunca se me va a olvidar. Un hombre bajito, sobre los 50 años, medio canoso, fue el encargado de traer a mi hijo al mundo. La persona más deplorable e inhumana que yo haya podido conocer sobre la faz de la tierra.
Allí fue donde empezó el verdadero suplicio, lo anterior son apenas detalles. Aquel señor, sin explicarme lo que me iba a hacer, me desprendió el tapón mucoso y rompió mi fuente. Fue un dolor inaguantable. La palabrota que solté yo me imagino que se oyó abajo, en el primer piso, en información y, por supuesto, empezó el “acto de repudio”.
Me mandaban de la cama para el caballo, y del caballo para la cama: súbete, bájate, sin que nadie me ayudase. Yo llevaba más de 12 horas sin comer nada, con un cansancio inmenso, sin dormir toda la madrugada y con aquel calor. Entonces, el médico ese me dijo: “dale para el caballo”, y comenzó a hacerme maniobras de dilatación. Yo, instintivamente, me corría hacia arriba y me contraía porque era muy doloroso y aquel hombre, con tremenda mala forma, comenzó a gritarme: “señora, le dije ya que se esté tranquila, que se relaje y se ponga suavecita, y no se eche para atrás”. En medio de todo aquello, al intentar sujetarme de los bordes de aquella camilla, me enredé con la mano y se me fue la canalización de la vena. Empecé a echar sangre. Recuerdo que le dije: “mire, yo le pido por favor que usted no me hable así”, y él respondió alterado: “claro, porque yo te estoy maltratando”. Yo le respondí “usted no me está maltratando, usted está maltratando la manera de traer a mi hijo al mundo, y yo quiero colaborar, pero eso que usted me está haciendo me duele”. Entonces me dijo, siempre alterado: “no te puede doler porque eso no duele. Te voy a decir las tres cosas que no puedes hacer: parar la cabeza; correrte para atrás; y contraerte”.
Imagínate, yo tratando de aguantar el dolor de toda aquella manipulación, con mi bata de casa llena de líquido que nunca me cambiaron, sola, y sabiendo que mi familia ni sabía lo que yo estaba pasando. Me empecé a sentir sola, perdida; me senté en la camilla y empecé a llorar. Entonces vino un médico extranjero, creo que mexicano, un residente, y me dijo: “por favor, no llores, no te pongas así”. Yo le respondí: “es que yo quiero hacerlo todo bien, quiero colaborar, quiero que mi hijo nazca bien, pero lo que él me está haciendo me duele mucho, y lo que hago es involuntario, no es que yo me quiera correr para atrás, es un reflejo”. Ese muchacho me abrazó, me trajo agua y me pidió que me calmara.
Ahora que lo pienso, me digo que a quién se le ocurre gritarle a una gestante sola que ha pasado toda la noche en vela y que está sintiendo dolor. Y por supuesto, con el riesgo de un subidón de presión arterial; que se supone que yo tenía que estar relajada y cómoda para que no me subiera de nuevo la presión y aquel hombre con aquellos gritos.
Ante toda aquella situación, yo me dirigí a la enfermera y le supliqué que por favor me diese mi teléfono, que yo necesitaba llamar a mi casa para que mi mamá supiera que yo estaba en este proceso. Y la enfermera, con muy mala forma, me dijo: “ven acá mijita, ¿y tu familia no sabía que tú ibas a parir?”. Yo le expliqué que desde las 9 p.m. a mí me habían subido a Parto supuestamente a controlarme la presión y que por eso yo no había avisado a nadie.
Ella, de muy mala gana, bajó y me buscó el teléfono, y me dijo: “¡habla rápido!”. Fue entonces que pude llamar a mi familia y explicarles muy por arribita que estaba en parto, solo eso. Me quitaron el teléfono y lo volvieron a llevar para la sala. Al rato volvió el mismo proceso: “vamos para el caballo”. Y yo misma llevando en una mano el suero y en la otra la bolsa de la sonda, subiéndome sola. El médico me dijo: “óyeme bien, yo sé que esto que yo te estoy haciendo te está doliendo, pero tienes que colaborar”. Yo le dije: “yo voy a hacer todo lo que usted me diga, pero ya le expliqué, no me vuelva a hablar así, que no me gusta, yo estoy tratando de hacerlo todo bien”. Me subí allí y, por supuesto, la misma manipulación insoportable, esos torniquetes son horrorosos, y luego bajarme, ya casi desfallecida, y para la cama de nuevo.
Me volvieron a poner el monitor y me empezaron a vigilar las contracciones. Sobre las 3 p.m. empecé a sentir como una pesadez en la cadera y un poco de dolor, pero nada relevante. Y vino una doctora y me dijo: “ahora es que estás teniendo contracciones buenas, ya casi vas a parir”.
Sobre esa hora fue que mi mamá pudo llegar. Vino a pie, porque todo esto fue en medio de la pandemia. No había transporte público y nosotros no teníamos economía como para rentar un auto, así que mi mamá tuvo que ir de la casa al hospital a pie. Al llegar, a través de un muchacho estudiante de medicina, fue que pude irle haciendo saber cómo estaba. Él entraba y salía a cada rato para contarle. A ella no la dejaban entrar por los protocolos sanitarios.
Al rato vinieron y me dijeron: “arriba, que vamos a parir”. Y yo dije: “pues vamos a parir”. Yo, felicísima, fui para el mismo caballo, y me dijeron que, cuando me viniese la contracción, tenía que pujar duro, aguantando la respiración. Yo les dije: “¿y cuándo es la contracción?”, porque yo no me sentía nada, y el médico me dijo: “¿pero tú no sientes ningún dolor?”. Yo le dije que no, que apenas, y él me dijo: “no te preocupes que yo te voy a avisar”. Me metió las manos por ahí para adentro y me dijo: “dale, puja ahora”, y empezó el proceso. En medio de todo eso, una enfermera me miró y dijo: “ah, mira, ella es la que se pasa la vida reclamando sus medicamentos para la presión”, y yo le dije: “mire, no es reclamando, es exigiendo lo que el hospital me debe proporcionar”. Yo me había pasado los primeros tres días de mi ingreso autoadministrándome los medicamentos que me conseguía mi familia porque no tenían metildopa para tomar y la llevo por tratamiento. Y el médico dijo: “mira, se faja igual que su mamá”, y yo salté “¿cómo que mi mamá se fajó?”, y él me dijo: “sí, se fajó conmigo”, y ahí yo dije que mi mamá estaba muy desesperada o yo estaba muy mal”, y todos se quedaron en un silencio absoluto, porque a esas alturas nadie me había dicho cuán grave era mi situación.
Por supuesto, ahí hice mi mejor esfuerzo porque pensaba que iba a parir. Cuando ya lograron que mi hijo bajara, me apretaron por la barriga y todas esas cosas que ellos hacen allí para tratar de que las mujeres den a luz. Me dijeron: “bueno, ya el niño está en el canal del parto, ahora sí vamos a parir”. Ya yo desfallecida, eran las 5 p.m., sin comer nada desde el día anterior. Me acosté en la camilla, miré el techo y dije: “Dios mío, ayúdame, yo voy a pujar una sola vez porque no tengo fuerzas para más; ayúdame a que mi hijo nazca porque no creo que pueda resistir esto más tiempo”.
Ahí, cuando el médico me avisó de que venía la contracción porque yo no las sentía, empecé a pujar deliberadamente y escuché que el médico dijo: “rótalo, ahora corta”. Yo respiré aliviada porque supe que mi hijo se salvaba, que tenía la cabeza afuera. Reuní fuerzas de donde no tenía y en un segundo pujo nació mi hijo. Cuando fui a levantarme y sentí el llanto, me tiré hacia atrás y respiré aliviada y me dije: “se salvó mi hijo”.
No me lo enseñaron, no lo vi. Me preguntaron mi nombre varias veces, imagino que para ponerlo en los registros. Se fueron todos los médicos a hacer otro parto y me dejaron con una doctora y otro médico del team. Empezaron a suturarme. Aquello me pareció eterno. Cuando terminaron, llamaron a una enfermera para que me cambiara la bata. La bata se le enredó en el suero y una vez más se volvió a ir de vena. Me dio un algodón para que cortara la salida de la sangre y, cuando se fue a virar para coger un medicamento que hacía falta para otra muchacha que estaba pariendo, se enredó con la sonda y tuve casi que tirarme en el piso para cogerla con la mano.
Allí estuve sola, sin ropa, sangrando, cansada, sin ver a mi hijo durante un tiempo que no podría calcular pero que sentí bastante largo. Así hasta que vino otra enfermera y me trajo la bata limpia, y cuando me vio tapándome la vena sangrante, me dijo: “ven acá, mijita, ¿tú tienes algún problema con los troqueles?, fíjate lo que te voy a decir, te voy a volver a pinchar”. Le respondí: “bueno, usted haga lo que considere pertinente, pero yo en realidad no me lo he quitado, las dos veces que se ha ido ha sido ajeno a mi voluntad”. Me llevaron para la camilla de nuevo, ya estaba mi mamá allí, y le conté todo lo que había pasado. Estábamos con mucho susto las dos, pero aún sin ver al niño. Ante la impaciencia por no haber visto al niño, mi mamá salió a ver quién lo tenía y a averiguar si tenía algún problema. Una enfermera de las neonatólogas lo traía cargado y no lo quería soltar, lo llevó al pediatra y lo sacó dos veces para que el papá lo viera, y andaba con el niño cargado con un amor y una ternura como si fuera de ella. Gracias a ella mi hijo se alimentó por primera vez.
Finalmente me trajeron al niño y me informaron de que no había cunero y de que tenía que acostarlo conmigo en la cama, en Recuperación. Yo estaba muerta de miedo, no lograba conciliar el sueño. Mi mamá estuvo vigilando todo el tiempo para que yo pudiera pegar un ojo un rato y no aplastarlo.
A las tres horas llegó la enfermera, cariñosa, y me dijo que no le había dado de comer y ahí empezó la tercera parte: no me bajaba la leche. Tenía los senos súper duros y mi hijo estaba totalmente dormido, no se despertaba, no tenía el reflejo de succión. Hubo que empezar a estimularlo y estimularlo hasta que, aproximadamente a las 9 p.m., la enfermera decidió buscarle una onza de leche.
A medianoche me bajaron a la sala de paridas y cuando la enfermera me revisó notó que yo no le había dado de mamar al niño, y empezó a apretarme los senos en una maniobra tan fuerte que casi me desmayo, y no me bajaba la leche. En los días siguientes al niño le pusieron una dosis de leche maternizada como apoyo a la lactancia, pero siempre teníamos que estar mi mamá y yo exigiéndola, porque si no, no la traían. En uno de esos días mi hijo estuvo seis horas sin comer nada porque se les había olvidado que tenían que traerla.
Mientras tanto, apretones van y vienen, mis senos seguían durísimos, no respondían. Al segundo día de recuperación, una doctora muy atenta me vino a revisar y de solo ponerme la mano en los senos me desmayé. A partir de ahí me mandaron fomentos a ver si mejoraba, hasta que empecé a soltar calostro.
Esos cuatro días de posparto fueron muy difíciles. Yo apenas dormía, tenía mucho miedo. Mi hijo fue fruto de un embarazo muy sano, sin ningún riesgo, pero su parto me hizo sentir que podría tener repercusiones en su salud. Temía mucho que algo estuviera mal en él. Esos días estuvo muy apagadito, prácticamente no tenía reflejos de succión, dormía todo el tiempo, yo estaba aterrada.
Tuve montones de pesadillas. Cada vez que lograba quedarme dormida soñaba con el parto. Soñaba que mi mamá entraba por la puerta, me veía en aquellas condiciones pariendo y le daba un infarto y se moría, y después me moría yo y se moría el niño. Soñaba que durante el parto nos moríamos el niño y yo. Soñaba que me quedaba dormida y, al despertarme, el niño estaba muerto en el cunero. Esos primeros días fueron horribles.
Me pasaba constantemente chequeando que mi niño respirara, que tuviera calor corporal, yo no dormía. Lo único que quería era salir de allí. Mi experiencia fue tan mala que no quisiera repetirla. Y lamento que mi hijo vaya a ser hijo único, porque yo por ese proceso no voy a volver a pasar nunca más. Fue tan difícil y tan duro que cada vez que lo recuerdo me conmuevo mucho. Fue horroroso sentirse sola, sentir que estás a merced de personas a las que tú no le importas, que te tratan como si tú fueras cualquier cosa y te dicen que “nadie te mandó a salir embarazada“ y que “a ti nadie te mandó a parir”. Son las expresiones más frecuentes que una escucha.
Todos los días de este mundo le doy gracias a Dios de que estemos vivos los dos. En la puerta del hospital casi todo el mundo tiene una fotico en un lugar donde hay una escultura de una madre con su hijo en brazos, pero yo le dije a mi mamá: “yo no quiero ninguna foto aquí porque no quiero recordar esto”.